domingo, enero 21, 2018

Claudio Paolillo

Hace dos semanas hablé con él. Me llamó por teléfono. Y luego de conversar de todo un poco y de decirme una vez más que no pensaba aflojarle ni un poquito, me leyó su próxima (y su última) columna, en la que me mencionaba y citaba un pasaje de un artículo que yo había escrito. Me la leyó con esa pasión que le ponía a todo lo que hacía, aunque su voz ya no sonaba ni cerca de potente como esas líneas que escribía cada jueves en Búsqueda. Le agradecí por la mención, le dije que me sentía honrado, y me dijo que me dejara de joder, como hacia cada vez que quería esquivar un elogio. Me habló de proyectos, de planes. Y quedamos en vernos en la redacción. Cuando corté me quedó como una sensación rara, algo pinchando ahí, que me decia que esa había sido nuestra ultima charla. Claudio Paolillo, un maestro de periodismo, murió este viernes. Le voy a estar eternamente agradecido por su amistad y compañerismo. Por sus consejos. Por ser un jefe de espalda ancha. Y me rindo de admiración por la lucha y garra que le metió para ganarle a esa enfermedad de mierda que no se lo llevó tan facilmente. Claudio cargó el último año de su vida con la cruz de un cáncer fulminante y fue justamente ese año en el que fundó y se puso al hombro una escuela de periodistas. Parece de guión fácil. Pero fue así. Claudio Paolillo decidió morir haciendo lo que mas sabía hacer: enseñar periodismo. Se lo va a extrañar mucho. 

sábado, mayo 18, 2013

Luis Leiva

Hay una pista en una estación de servicio. Hay una superficie gris, plana, bastante extensa. Hay surtidores de nafta. Y hay un hombre siempre al lado de esos surtidores. Luis Leiva. Cara de bueno, ojos chiquitos y rojos. Pelo bien negro y lacio. Tengo un año y lo veo ahí. Tengo dos años y lo veo ahí. Tengo tres años, y aunque no lo sé, porque todavía no tengo mucha conciencia de lo que soy yo y lo que son los otros, lo veo siempre ahí. Entre los surtidores, con su uniforme azul impecable, el logo de Ancap en el pecho, su infaltable gorro que siempre se lo saca para saludar y dar la mano. Tengo seis años y lo veo ahí. En la Pista. Cuando voy a la escuela, cuando vuelvo de la escuela. Ahí está. Me saluda. “Petiso”, me dice. Tengo nueve años y lo sigo viendo. Corta el pasto para que juguemos al fútbol en el patio, nos hace unos arcos, nos pinta las lineas de la cancha. Tengo 11 años y lo sigo viendo ahí. Lo veo en la pista y lo veo en casa. Lo veo en las noches, porque mi viejo lo invita a que mire con nosotros todos los partidos de ese Nacional que va a ser campeón de América y del Mundo. Tengo 15 años y lo sigo viendo. Entre los surtidores, lo veo, cuando llego de Montevideo y me viene a saludar. “Petiso”, me sigue diciendo, y yo ya estoy más alto que él. Lo veo después en la churrasquera de casa, prendiendo un fuego, tomando unos vinos, una cerveza helada. Riéndonos. “No es por nada, petiso...”, me dice mientras parpadea mil veces por segundo y nunca termina la frase. Tengo 25 años y lo veo ahí. Cuando recién llego de Montevideo y me avisan que pregunta por mí. Lo veo en la pista, se saca el gorro para darme un abrazo. Su pelo ya es de color ceniza de tantos años que hace que lo veo ahí. Lo veo mil veces más. En Atlántida. En la pizzeria Carlitos de Parque del Plata. Cuando mis hermanas cumplen 15 años. Cuando mis hermanas se casan. Lo veo en las fotos de esas fiestas, abrazados y brindando.
Hoy tengo 34 años. Hay una pista en una estación de servicio. Hay surtidores de nafta. Falta Luis Leiva. No tenías que faltar. Tenías que estar todavía ahí. Pero la vida también es esa muerte que nadie puede explicar. Sólo vos. Te voy a extrañar. Descansá en paz.

jueves, julio 12, 2012

Salú, Pascual

“¡Truco te rompo el culo!”, decía el tío Pascual cuando tenía buenas cartas, y enseguida esbozaba una sonrisa maliciosa y desafiante por debajo del bigote. Lo estoy viendo, te juro. Ahí está donde siempre, donde hoy lo quiero recordar: en la parrilla de la casa de Las Toscas, recostado en el banco, apurando un whiskola y atento a todas—todas— las conversaciones. Él en el centro y los demás alrededor. Así era la cosa. Para todo lo que se hablaba en los asados tenía una respuesta. Y si no la sabía, la maquillaba con tal destreza que te hacía dudar si en verdad este tipo no sería nomás amigo de todo el mundo y había sido protagonista de las mejores historias. “¡Pero...si está en la tapa del broli!”, te decía victorioso cuando le dabas la razón en algo. “Hacele caso a un gil”, susurruba con una guiñada cómplice cada vez que te quería contrabandear algunos de esos consejos paridos desde la filosofía de mostrador. El tío Pascual tenía mucho boliche encima. Tenía calle, carpeta, cultura. Pero todo eso quedaba muy pequeño ante lo inmenso de su generosidad. Siempre preocupado por cómo estaban todos. “Cuidá mucho a mamita”, me repetía desde que murió mi viejo. Estaba en los detalles, dando su mano sin esperar nada. Ahí lo veo con la escoba, barriendo las hojas de los árboles que plantó su padre, limpiando la parrilla, trayendo la leña, acomodando todo para recibir las visitas, prendiendo el fuego. El tío Pascual, el gran anfitrión, no esperaba: hacía. A veces se le quemaban los chorizos, es verdad, pero los hacía. Y si no, los dirigía desde lejos, no importa. Arrimaba brasas y se iba a seguir discutiendo de política. La cuestión es que esos asados no eran otra cosa para él que la excusa perfecta para rendirle culto a la amistad y a la familia. Y a todos los que nos fuimos sumando. Pascual integró a todos. A mi me hizo sentir siempre en casa y por eso hoy le dedico estas líneas entreveradas y melancólicas. 

Ayer de noche me llamaron para decirme que el tío Pascual se habia muerto. ¡Qué se va a morir! Mueren los que no dejan nada. Los que se van sin haber sembrado. Pero Pascual no, qué se va a morir el tío Pascual si nos dejó todo esto. Nos dejó el alma para que sigamos la fiesta. Salú, Pascual.

martes, abril 17, 2012

Gracias Paul

Mi viejo me contó hasta el cansancio de la electricidad que recorrió su cuerpo cuando en los años sesenta, en esa heladería de Parque del Plata, escuchó los primeros acordes de Love me do. Me compró uno, dos, diez, veinte cassettes de los Beatles. Escuchamos juntos tantas veces sus vinilos, aquellos que guardaba en un modular abajo del tocadiscos del living, donde con mi hermano agarrábamos viejas raquetas de tenis y las disfrazábamos de guitarras para ser Lennon y McCartney. Me puedo acordar con nitidez de esas sesiones en las que el living de casa se convertía en la Caverna: nosotros sacudíamos los flequillos, mamá nos sacaba fotos y papá reía chasqueando los dedos al ritmo de She loves you.

A diferencia de mi viejo, yo nunca pude definir cuándo fue, ni qué sentí la primera vez que escuché a los Beatles porque por su culpa los tengo incorporados a mí ser desde siempre. Y si uno no sabe la primera vez que dijo mamá, papá o tío, en mi caso me es imposible determinar cuándo dije John, Paul, George y Ringo. Crecí con ellos.

Hace un rato vine a sacudir las telarañas de este blog y me encontré con un post que escribí hace exactamente dos años. En ese entonces papá todavía estaba vivo, y yo le había escrito un relato sobre nuestro derrotero por los recitales. De cuando fuimos juntos a ver a los Creedence, por ejemplo, o de cuando estuvimos cuando tocaron los Beach Boys en Punta del Este. Y entonces le escribía al viejo, con bastante resignación y algo de humor, que lo más cerca que íbamos a estar jamás de ir juntos a ver a los Beatles había sido aquella vez de los Danger Four en el teatro de Rocha. Pero ya ven, me equivoqué.

Mirá papá lo que son las vueltas de la vida que el domingo tocó Paul McCartney en Montevideo. Sí, un beatle pisó nuestro suelo. Estuvo acá, en el mismo Estadio Centenario al que me llevaste tantas veces. Y lo fui a ver, claro. Cuando me enteré que venía le mandé un mensaje a mamá diciéndole que lo iba a ver y que vos ibas a estar conmigo. Y ella movió cielo y tierra y me consiguió las entradas para tener a Paul bien cerca, lo más cerca de los Beatles que íbamos a estar jamás. Fue su regalo para nosotros.

¿Y sabés qué? Pude recibir esa descarga eléctrica de la que me hablabas. Ahora yo también sentí que me atravesó un rayo cuando Paul salió a escena y arrancó con el you say goodbye an I say hello, hello, hello. Era él, eran los Beatles, estaban parados ahí. Y era Paul haciendo gala de su humor beatle de siempre, tu humor. Y también sentí la misma electricidad cuando escuché el riff de Day Tripper, la sentí con Paperback writer, o cuando empezó a entonar el close your eyes de All my loving, esas canciones que vos y yo escuchamos cien veces con el ruido de la púa surcando el vinilo.

Pero no sé por qué te cuento todo esto si vos estuviste ahí conmigo, en cada canción. ¿Cómo no ibas a estar? ¿Te acordás que bailamos con Night before, que saltamos con Live and let die, que lloramos con Something? Hubo un momento, cuando se apagaron las luces del escenario y las tribunas se iluminaron con miles de celulares para acompañar el tarareo de Let it be. Seguramente ahí me escuchaste cuando te agradecía a vos por los Beatles, y a Paul por venir hasta acá desde tan lejos, desde el primer rincón de mis recuerdos, y traerte un rato a cantar conmigo en una noche estrellada de domingo.

sábado, julio 09, 2011

Abril

La última vez que escribí acá tenía la tristeza y el dolor más grande de mi vida: se había muerto mi viejo, el Alex, protagonista de la mayoría de las historias de este blog. En ese momento quería darle un adiós desde este lugar, un homenaje que estoy seguro le hubiera gustado. No escribí una línea más desde entonces. No sé por qué. Me lo pregunté varias veces, pero no encontré una respuesta clara, determinante. Sólo excusas vagas.

Hoy que es de noche y estoy escuchando a los Beatles para niños mientras miro a mi hija dormir, me convenzo que de alguna manera hay cosas que se explican solas. Y al menos acá, en este blog, esta noche me voy a permitir cerrar un círculo. La última vez que escribí acá tenía la tristeza y el dolor más grande de mi vida por perder a mi padre. Esta noche escribo desde la felicidad más inmensa que la vida me dio. Porque ahora, desde hace cuatro días, el padre soy yo. Ojalá la pudieras ver, viejo. Y saber que acá estamos, con el calor de Abril en pleno julio, escuchando los Beatles. Como vos me enseñaste.

miércoles, septiembre 15, 2010

Papá

Nunca abandonó el humor. Ni aún cuando la enfermedad se encarnizaba con él y cascoteaba sin tregua a todo su cuerpo. No lo perdió cuando ya no podía caminar dos pasos y como si fuera un viejo guerrero gritó riendo: ¡de a cuatro me tuvieron que llevar!, mientras lo acercábamos a su último viaje en ambulancia. Tampoco se le fue durante sus semanas internado, cuando discutía con una enfermera porque la comida no estaba “mojada” como a él le gustaba o cuando desde su cama mantenía duelos dialécticos de viejos comerciantes con uno de sus amigos y cliente de toda la vida. Cuando me miraba con cara de niño travieso porque se le había desprendido una vía y decía: “ ahora está difícil para Tauro”. No abandonó la risa, ni esa mirada cálida, en algunas de las noches que se quedaba solo en la habitación, con la radio en su oreja escuchando viejas canciones en Sarandí y soñándose bailando con su pierna levantada y chasqueando los dedos. No tuvo rabia, ni rencor cuando supo que ya no iba a poder ver el mar. Ese mar que él amó como pocos hombres han amado el mar alguna vez en esta tierra. Sonrío imaginándolo, le brillaron sus ojos, que estaban tan verdes como el agua de Santa Teresa, y lo despidió barrenando olas en su cabeza.

Aunque en estos días todos nos dimos cuenta que la muerte no tiene nada de romántico, él se empeñó en que su partida tuviera algo cinematográfico, épico. Buscaba frases que lo inmortalizaran, sin saber que una de sus últimas palabras -“¡qué cagada!”- resumieron a la perfección, y con humor involuntario, el sentimiento del que se está yendo y no se quiere ir. Cuando Papá asumió por fin que se iba a morir, me dijo que le gustaría que viniera Clint Eastwood. Así nomás. Lo miré un tanto perplejo y él siguió el cuento. Entonó como pudo la melodía de “El Bueno, el Malo y el Feo”, y dijo que le encantaría que Clint, con su mirada recia y su tabaco finito colgándole de la boca, le pegara un tiro a esa soga que lo estaba asfixiando y lo salvara.

Yo sé bien, Papá, que esa bala dio en el blanco y te fuiste cabalgando libre a otros lados. Esperame ahí por donde estés, que algún día vamos a seguir riendo juntos.

viernes, abril 02, 2010

La nostalgia prestada

Estaba entrando al teatro de Rocha de la mano de mi padre y escuché ese sonido que me paró los pelos de la nuca y los dejó así como eléctricos. Eran los primeros acordes de una canción que ya había escuchado infinitas veces en los cassettes truchos comprados en el Chuy o en los vinilos que mi viejo guardaba en el living de la casa. Pero esta vez el asunto era en vivo, en carne y hueso, con parlantes grandes y tipos moviéndose arriba de un escenario. Los Danger Four empezaban a tocar she loves you y yo, con unos 10 años encima, sabía que esa imagen y ese sonido que me estaquearon el cuerpo significaban algo. Supe que eso era lo más cerca que yo iba a estar jamás de algo parecido a los Beatles.

Con el correr del tiempo mi derrotero por toques en vivo, llamémosles “internacionales”, siempre tuvieron ese común denominador: “esto es lo más cerca que voy a estar” de ver tal banda, me decía a mi mismo tratando de justificar el casi casi somos que admitían ser ciertos conjuntos en decadencia que se dignaban a pisar estas tierras, y que yo religiosamente iba a ver con mi viejo. Así es que la segunda vez que sentí una electricidad parecida a la de aquella vez en Rocha fue cuando fuimos a ver a Creedence Clearwater Revisited en el Teatro Plaza de Montevideo. Otra vez un teatro, cero ambiente rockero en el aire, mucho veterano clase media alta y una banda que mantenía de la mítica formación liderada por John Fogerty solo al baterista original. Con eso nomás ya les daba para currar con casi el mismo nombre por la provincia oriental. Pero a nosotros todo eso nos importaba poco y allí estábamos sentaditos en la primera fila del teatro, recién bañados y esperando que se abra el telón. Y salió el humo, y empezó la música, y lo primero que vi tras la humareda fue a un gordo gigante con bandana en la cabeza y una guitarra colgada que le quedaba como de juguete apoyada contra su humanidad. El gordo empezó a cantar y contra todos los pronósticos sentí esa misma descarga del teatro en Rocha. Otra vez me acordé de sesiones enteras de vinilos en el living de la casa, de cuando con mi hermano jugábamos a ser los Creedence con raquetas de tenis simulando guitarras. Pasó poco rato hasta que mi viejo y yo saltamos de las butacas y empezamos a bailar al ritmo de Down on The Corner o The Midnight Special. Había comunión y complicidad en nuestras caras. Él me había inculcado esa música desde muy chico y yo la adopté con nostalgia prestada. Porque fue tal la pasión y el romanticismo con que metió en mi cabeza la música y la estética de los años sesenta que me costó poco sentir que yo mismo había vivido su época. Siempre disfruté las sensaciones que él vivió en esos años fermentales a través de sus cuentos y de la música. Terminamos muy contentos aquella noche. Hablamos hasta la madrugada de lo bueno que estaban los Creedence y repasamos una y otra vez los detalles del show.

A los pocos años, otra banda mítica y legendaria de los sesenta anunciaba su desembarco en estas orillas. Eran los Beach Boys. Pero, claro, de aquellos Beach Boys que veía en las fotos sepia de los discos no quedaba ni el loro. O sí, alguno quedaba, pero no era Brian Wilson. Obviamente los que quedaban no eran ni el líder ni el más talentoso de la banda. ¿Nos interesaba esto a mi viejo y a mí? Por supuesto que no. Y allá partimos rumbo a Punta del Este con las entradas en la mano. Esta vez la cita era en el Ballroom del Conrad, otro lugar polémico para ver un recital de rock. Tampoco importó. Allí estábamos, sentados en unas sillas muy de restorán fino, contemplando una escenografía cargada de palmeras y tablas de surf en un salón paquete de un hotel estilo Las Vegas. Allí estábamos esperando que la resaca de los Beach Boys salga a escena. Y salieron y todo superó mis expectativas. Esos tipos gordos y viejos enfundados en camisas hawaianas y con gorros tapándoles la pelada representaban lo más cerca que yo iba a estar jamás de los Beach Boys. Había años de historia ahí enfrente. Ellos pisaron las arenas de California en esos años sesenta de los que mi viejo tanto me habló y yo tanto me imaginé. Estuvieron ahí y allí fue que nacieron las canciones que veinte, treinta años después escuché una y otra vez. En eso pensaba cuando los oía cantar Wouldn't it be nice a pocos metros de distancia, con mi viejo sintiendo otra vez esa comunión que no precisa de palabras.

Quizá todo esto venga a cuento porque hace unos días estuvieron por acá los Guns & Roses y se volvió a hablar mucho de las bandas en decadencia que pisan suelo uruguayo, de lo gordo y acabado que estaba su líder y de que estos Guns & Roses ya no son aquellos Guns& Roses. El recital fue en el Estadio Centenario y se montó un mega show con fuegos artificiales, pantalla gigante y escenario gigantesco. Esta vez había ambiente rockero. Guns & Roses fue una banda que miré de reojo en mi adolescencia, con poco interés, pero que con los años le fui prestando más atención. Por eso cuando me enteré que venían a Uruguay ni dudé en sacar la entrada y estar ahí. No fui con mi padre a ese recital. Pero sin embargo sentí que no pude cortar un cordón umbilical: el de la nostalgia prestada. Porque no hubo ni electricidad ni emoción en mi cuerpo. Y extrañé eso.